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Todo lo que tienes que saber de Nahui Olin antes de ir a su exposición en el MUNAL

Los ojos verdes de Carmen Mondragón siguen vibrando en su obra.

Si uno asiste a la nueva exposición del MUNAL a propósito de Nahui Olin, forzosamente se encontrará con dos cosas fundamentales: la plástica que se generó a partir de su figura histórica, y la que ella produjo a lo largo de su vida. Ninguna de las dos opciones deja de ser inquietante: la primera, por la fuerza con la que la mujer se dejaba ver ante la sociedad escrupulosa en la que le tocó vivir; la segunda, por las imágenes que produjo como agente activo en la élite intelectual de su época, sin dejar ese halo de pesadumbre y soledad que le envolvía la mirada.

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Taciturna y triste, era una mujer de mirada polivalente. No sólo se interesó por la producción artística de su época, sino por los avances científicos y por la educación en México, así como el quehacer humano en general. Es por esto que La mirada infinita apunta a analizar las distintas aristas que implican el personaje histórico de esta mujer, gestado desde sus primeros años y desarrollado desde distintas perspectivas hasta el legado que dejó hace 40 años con su partida: no sólo como miembro activo de su época, sino como propuesta estética por sí misma de los años 20.

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Hay algo en la mirada de Nahui Olin que se reverbera a través del tiempo: quizá sean esos ojos verdes, que siguen vibrando, incansables, trazados en el lienzo o impresos en papel fotográfico. Aquí explicamos de manera breve los puntos fundamentales que esta exposición aborda, desde la plástica hasta la propuesta literaria que circundan la figura de Carmen Mondragón.

Primeros años: caricaturas y síntesis plástica

Desde muy joven aprendió a vivir huyendo: su padre fue perseguido durante la Revolución Mexicana, por lo que decidieron exiliarse en España, en la tranquilidad del puerto de San Sebastián. Dejó el país todavía como Carmen Mondragón, sin saber que años después regresaría a cambiarse el nombre para siempre; sin embargo, fue en la Península Ibérica donde se introdujo por primera vez a la exploración estética, con la misma curiosidad con la que se toma un lápiz por primera vez.

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Carmen Mondragón sabía esbozar los pliegues más ocultos de la personalidad. Carboncillo, tinta china, lápiz: era lo mismo. Lo cierto es que en su trazo había cabida para la ironía y el sarcasmo, así como para las sombras menos evidentes en las ojeras de aquellos que escogía como modelos. El suyo fue un acercamiento muy intuitivo a las artes plásticas: no le hizo falta gran instrucción técnica ni académica para extirpar los rasgos esenciales de la gente, y quizá sea por esto también que mucha de su obra posterior —ya en óleo— conservara ese carácter caricaturesco: ojos inmensos y labios apretados en muecas inciertas.

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Incluso en sus primeros años de juventud expresó un interés particular por delinear a las personas. Sus modelos podían ser cualquiera que se le pasara enfrente, cualquiera que le dejara una impresión, o le despertara —por mínima, efímera, inocente que fuese— una experiencia estética. Quizá por eso se haya interesado particularmente en la caricatura, y no en el dibujo como tal, como es común en los primeros acercamientos al trazo. La exposición se pensó de tal forma que se pudiera ver ese acercamiento primigenio, en el que queda claro que las obras expuestas bien pudieron salir de un bloc de hojas en blanco: de ese sentido experimental que se enciende y puede alumbrar un instante, como bengala, o incendiar un bosque entero.

Regreso a México: acontecer social, experimentación artística e innovación técnica

Carmen Mondragón regresó a México con el ánimo de buscar nuevas posibilidades estéticas. Se casó con Manuel Rodríguez Lozano, quien la introdujo en la inquietud intelectual de las nuevas propuestas que permanecían efervescentes del otro lado del mar. Una vez en el país, entró a la Academia de San Carlos, en la que condensó su interés por las ciencias duras y por los ecos revolucionarios de las vanguardias artísticas. Esta aproximación potenció su interés creativo hacia otras disciplinas del arte, por lo que se acercó a Gerardo Murillo —o Dr. Atl— por la parte del óleo, y escribió poesía con dejos cientificistas.

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El segundo núcleo temático está enfocado a la manera en la que Carmen Mondragón —en adelante, Nahui Olin— logró dialogar con otros artistas y con las demás disciplinas del quehacer humano. Si bien es cierto que tenía una presencia escénica que otras mujeres de su época ni siquiera podían concebir para sí, lo es también que puso sus inquietudes intelectuales al servicio de la sociedad mexicana. En términos de mecánica, por ejemplo, implementó un sistema educativo para los estudiantes de ingeniería en el que tenían que tomar dibujo técnico, con el objetivo de entender cómo funciona una máquina por fuera y por dentro.

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En el ámbito de la plástica, experimentó con el óleo y con otros materiales, según la compañía que tuviera en ese momento. El Dr. Atl siempre la tuvo cerca, y hay en ese periodo de su producción artística cierta concomitancia entre sus propuestas estéticas y las de Nahui Olin, como si se respondieran una a la otra. Por lo demás, destacan sus cuadros con la multiplicidad de amantes que tuvo, en posiciones que resultan, aún hoy —casi un siglo después—, a lo menos reveladoras.

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Nahui Olin: recuerdo y resignificación del personaje histórico

Muy pronto, establecida ya como una más de las figuras intelectuales mexicanas, es bien sabido que dejó a Rodríguez Lozano y empezó una búsqueda erótica que la acompañó durante su esplendor juvenil, y que la caracterizó por el resto de su vida como una mujer que no conocía de escrúpulos —o no los que la sociedad le imponía por estar segura de su cuerpo y sus posibilidades sensitivas. A esto le siguió una sucesión de amantes múltiples, muchos de ellos artistas, que la utilizaron como musa y como posibilidad de exploración plástica.

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Nahui Olin cumplía bien las dos opciones. En primer lugar, porque era una mujer que sabía manejarse por sí misma entre los círculos de la alta élite intelectual del momento, y sabía encantar a la gente que le interesaba: poetas, fotógrafos y pintores se desvanecieron ante la mirada de ojos verdes, y en la caída produjeron el contenido que constituye a esta exposición. Por otra parte, ella era consciente de las posibilidades estéticas de su desnudo, y no tenía miedo a dejarlas ver a través de distintas ópticas, distintos lentes. Uno diferente, quizá, según el amante en turno.

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Sin embargo, a pesar de la compañía constante, el velo de tristeza no la abandonó nunca. Fue un agente activo en los movimientos artísticos e intelectuales de su época, pero permaneció en un aislamiento autoimpuesto, que la bañaba de un aura misterioso que siempre se confundió con la intención de ser femme fatale: ésa de no permitir que las miradas ajenas la acusaran, sino que la apreciaran, y de no dejarse socavar por los murmullos que se desprendía de la opinión pública, sino hacer de ellos un estandarte de identidad.

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