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Francisco Toledo, el “brujo’ de Juchitán”

Enemigo de las definiciones y los métodos el artista mexicano más fecundo de la época moderna, con cinco décadas de creación ininterrumpida, nutre su obra de sus vivencias y recuerdos lejanos.

Es fácil de reconocer. Su barba poco uniforme y cabello cano enmarañado, que parece seguir al aire, son inconfundibles, lo mismo que su peculiar camisa blanca desfajada, pantalón beige y botas de un color indefinido a causa del tiempo.

Pocos se acercan a él. Quienes traspasan sus “límites” son los niños de una primaria de la capital oaxaqueña que, a falta de una escuela segura después del terremoto del pasado 7 de septiembre, toman clases de manera temporal en el IAGO.

Una docena de escolares de entre 9 y 11 años bombardea a Toledo con sus preguntas. “¿Cómo hace los dibujos?, ¿cómo diseñó los papalotes con el rostro de los 43 normalistas [de Ayotzinapa]?, ¿cómo usa tantos colores…?”. Lo abrazan. Él les corresponde y les explica todo lo que pueden encontrar en la colección de 23,700 libros con que cuenta el instituto.

El culto que le guarda la gente a Toledo no sólo tiene que ver con la posibilidad de estar frente a un artista cuyas obras han estado expuestas en las galerías más emblemáticas de París, Barcelona, Oslo, Nueva York, Londres o Ginebra.

Se le reconoce por haber fundado espacios como el IAGO, el Centro de las Artes de San Agustín y el Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo, entre otros. En esos lugares se preparan jóvenes promesas de la pintura, escultura, dibujo, fotografía, cerámica y diseño, y fueron la razón de que, en 1998, Toledo obtuviera el Premio Nacional de las Artes por su labor incansable en el ámbito creativo.

También por la huella artística que sigue dejado en casas de cultura y comercios del centro histórico de Oaxaca, a través de pinturas y esculturas. Incluso en restaurantes de comida típica oaxaqueña a los que Toledo acude de forma recurrente, y en los que se puede apreciar herrería artística, principalmente inspirada en animales, que él diseñó y que forman ya parte del paisaje de la ciudad.

Interpretaciones pictóricas de alacranes, monos, murciélagos, pájaros, grillos, caracoles, ranas, pulpos, conejos y penes son característicos de la obra de Toledo desde sus primeras exposiciones internacionales, en la década de 1960, hasta hoy en día.

“Son imágenes de las que ya estoy aburrido, pero de las que no puedo alejarme. Son referencias de cuando era niño e iba a bañarme al río. En esos años, todavía había animales salvajes [en el sur de Oaxaca y Veracruz]; eran zonas no tocadas por el hombre. Veías tapires, lagartijas y culebras con texturas y pieles que siguen apareciendo en mi mente”.

La fijación por las pieles es una herencia de su padre, quien era zapatero y gustaba de experimentar con diferentes animales que él mismos cazaba en el monte para comer y, posteriormente, hacer calzado para vender.

Es esta influencia tan fuerte de su infancia por lo que Toledo no está seguro si el desarrollo de su obra artística fue por vocación o simplemente un hecho accidental al querer plasmar desde los 11 años toda esa naturaleza que lo desbordaba en Juchitán, el pueblo que lo vio nacer en 1940 y que, un día, de tanto evocarlo en cuadros y esculturas, llevó a Octavio Paz a decir que el poema “El río de mi pueblo”, del portugués Fernando Pessoa, era la mejor descripción de Toledo:

…El Tajo desciende de España.
Y el Tajo entra en el mar en Portugal.
Eso todos lo sabemos.
Pero pocos saben cuál es el río de mi pueblo.
Y hacia dónde va.
Y de dónde viene.Y por eso, porque pertenece a menos gente, es más libre y más ancho el río de mi pueblo.

La “magia” de la creatividad

Toledo no es un hombre de definiciones. De hecho, le molestan. Hacen que se talle los ojos con las palmas de las manos y luego se alborote el cabello con los dedos de la mano derecha con cierta desesperación. “No me gustan las definiciones, no soy gente de definiciones y menos de ésas como ‘creatividad’ y demás cosas”.

Este creador considera que hay artistas con mucho orden en sus procesos y horarios (como el también pintor oaxaqueño Rufino Tamayo, quien le solía decir: “Yo soy como albañil, trabajo ocho horas”), a los que les da resultados tener patrones que les despiertan la creatividad.

No es su caso. Para él, los momentos creativos son eso, momentos espontáneos en los que vienen las ideas sin ningún orden preconcebido. Compara su caso con aquella frase que decía Pablo Picasso de que “no todas las horas se es un buen brujo”.

“Los brujos no siempre curan, no siempre consiguen el impacto esperado. Porque no es posible, pues. Son momentos de inspiración. En mi caso, no tengo un horario fijo para pintar; soy desordenado. Tengo cosas sin terminar desde hace años, meses, días y horas. Voy y regreso todo el tiempo a cada pintura, a cada obra”.

Pero, si bien no sigue un método en sus procesos creativos, Francisco Toledo reconoce que, a lo largo de su vida, hay hechos que han sido clave para conseguir “el momento brujo” de sus obras. Uno de ellos es haber contado en su juventud con guías que le abrieron los ojos a una realidad más amplia, una especie de mentores. Rufino Tamayo fue uno de ellos.

Para Toledo, ésta fue una de las grandes lecciones de vida, por varias razones. En principio, le permitió darse cuenta de que, para crear, tenía que ver más allá de lo inmediato, mirar hacia lo externo y tener una perspectiva diferente de la realidad. La otra lección de Tamayo fue que estaba cuestionando a la autoridad de la escuela, sin importarle que estuviera ahí presente.

Esto, más adelante, se tradujo, en la obra de Toledo, en un tipo de arte hasta cierto grado abstracto y con tendencias internacionalistas, en una etapa de auge del arte nacionalista.

Pero la relación directa de Tamayo y Toledo no tuvo lugar sino años después. Al principio fue a través de la obra que el artista juchiteco comenzó a exponer en la Ciudad de México, en la galería Antonio Souza, ubicada en la calle de Génova, en el corazón de la Zona Rosa, en la que también exponían artistas de la talla de Leonora Carrington, Roger von Guten, Miguel Covarrubias y Juan Soriano, entre otros, y que se caracterizaba por presentar piezas de artistas jóvenes.

En una ocasión, Tamayo acudió a la galería y se interesó por obras de Toledo, sin conocerlo aún. Pero no fue sino hasta que Toledo pudo viajar a Europa, en 1960, con el dinero obtenido de una exposición que hizo en Texas, Estados Unidos, cuando conoció a Tamayo, gracias a que iba recomendado por un conocido en común.

“Tamayo me aconsejaba, veía mis cuadros. Hubo un momento en que me dijo: “Tráigamelos a la casa”, y comenzó a venderlos entre sus clientes”. El pintor modernista le recomendaba a Toledo no autolimitarse. “Yo solía pintar en París sobre hojas de papel y, para no manchar la mesa, llegaba con la pintura a cierto nivel [del margen]. En una ocasión Tamayo me preguntó por qué no aprovechaba todo el papel. A partir de ahí, comencé a hacer uso de todos los espacios del papel, a tirar pintura por todos lados”.

Otro guía para él fue Octavio Paz, con quien coincidió también en París, cuando el escritor fungía como diplomático del gobierno mexicano. Del futuro Premio Nobel aprendió la importancia de la lectura como ventana al conocimiento. “Me sugería lecturas. Cuando me invitaba a cenar a su casa, mientras la comida se calentaba, leía en voz alta, a todos los presentes y, luego, reflexionaba sobre esas lecturas”.

Con Octavio Paz, el pintor oaxaqueño viajó a Londres, Venecia, Ámsterdam y otras ciudades europeas. También compartían el gusto por el cine y las visitas a museos. Para Toledo, esto abonó a que su visión artística se enriqueciera.

“Crecí viajando, yendo a museos. Eso es lo que recomiendo a los artistas, sobre todo a los que buscan cosas nuevas pero que no tienen a su alcance los recursos para ir a conocer exposiciones a otras partes del mundo. Leer un libro es un buen principio para crear”, aconseja.

Toledo ve, en promedio, cuatro películas a la semana y lee todos los días algo diferente. Uno de sus escritores favoritos es Franz Kafka. Se identifica con la cultura marginal a la que el novelista austrohúngaro hace referencia en sus libros.

Para Toledo, la forma en que se valora el arte es muy subjetiva. En su caso, asegura, esa valoración no pasa por un filtro monetario, sino por la emoción que un cuadro le despierta, sin importar si tiene poco o mucho tiempo de haberse realizado.

Su pieza más grande pesa seis toneladas. Se encuentra muy cerca de la Macroplaza, en Monterrey. Lleva por nombre “La lagartera”. Simboliza un lugar donde cohabitan lagartos, ranas y otras especies. Se inauguró en 2008 y hace alusión al ecosistema selvático de los estados del sur.

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